30 de AGOSTO de 2020. XXII Domingo Tiempo Ordinario Mt 16, 21-27
Nos cuenta el Evangelio de este domingo que Jesús caminaba con los 12 hacia Jerusalén, y les anuncia lo que allí le va a pasar: será prendido, condenado y crucificado, pero que al tercer día resucitará. El evangelista san Marcos comenta que los discípulos “no entendieron nada de lo que les decía”. Tanto, que Pedro, al que Jesús alababa el pasado domingo por su confesión de fe, hoy riñe al Señor por decir tales cosas. Al Mesías, al Hijo de Dios vivo, no le pueden pasar tales cosas. Pedro no quiere ni que las nombre. Jesús le va a responder con una expresión muy dura: “apártate de mí, Satanás; tú piensas como los hombres, no como Dios”.
Jesús quiere mantenerse fiel a su dura misión y quiere que los suyos le sigan tomando la propia cruz. Como hizo el profeta Jeremías, en la primera lectura. Siendo fieles al deseo de Jesús y no ajustándonos a los criterios y deseos de este mundo, como nos dice Pablo en la segunda lectura.
A pesar de nuestra buena fe, tendemos a “pensar como los hombres”, y no “como Dios”. Nuestros proyectos están más centrados en la prosperidad material y en el disfrute temporal. Quizás no sean estos los caminos de Dios.
¿A quién le gusta la cruz? Nos resulta mejor un cristianismo fácil y cómodo, “a la carta”, “personalizado”, en el que aceptamos unas cosas y nos olvidamos de otras. Nos pasa lo mismo que a san Pedro, pero las palabras de Jesús no dan pié a otra interpretación: “el que quiera ser mi discípulo, que tome su cruz y me siga”. La cruz no puede ser solo un adorno en la pared o colgada al cuello. Es algo más serio: nos pide sacrificio, renuncias, entrega a los demás. “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?”.
Juan Ramón Gómez Pascual, cmf