8 de septiembre de 2019. 23º Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
El cristiano no cree en una doctrina o en unas ideas. Cree en una Persona, en Jesús, el Hijo de Dios. Y ser discípulo suyo es algo muy exigente, como nos dice hoy en el Evangelio. Para ser su discípulo hay que renunciar a muchas cosas, incluso buenas, para hacer de su seguimiento lo primero en nuestras vidas. No quiere medias tintas, ni un seguimiento “ligth”, sino exigente y radical. Hay que tomar la cruz y seguirle. En muchas ocasiones, tanto en la vida familiar como en la social nos encontramos ante la encrucijada de opciones contradictorias: optar por los valores de Jesús o por los que nos presenta este mundo. Jesús nos pide ponerlo a él por delante de familia, sociedad o incluso nuestra propia vida.
Encontramos a personas que poco menos que pretenden construirse un cristianismo a su medida. Hacen una especie de selección del evangelio y se quedan con aquello que menos les compromete. Se marcan unas cuantas “obligaciones”, no muy costosas, y con ellas se dan por satisfechos. Pero el estilo de vida que nos pide Jesús es exigente y radical, y hay que aceptarlo entero. No vale quedarse solo con algunas cosas. El seguimiento de Jesús debe abarcar toda nuestra vida. Debemos preguntarnos si, como señala el Evangelio, hemos hecho bien nuestros cálculos, si tenemos suficiente para construir “nuestra torre”; si nuestros cimientos son suficientes para soportar el peso de la cruz de cada día.
Jesús tuvo que renunciar hasta su propia vida, y por eso fue glorificado por el Padre. Si el seguimiento que hacemos de él es un camino fácil y cómodo y no exigente y radical, es que hemos hecho mal nuestros cálculos. No seguimos a Jesús, nos seguimos a nosotros mismos.
Juan Ramón Gómez Pascual, cmf